sábado, 11 de octubre de 2008

Herbert Marcuse De «Eros y civilización»



Traducción de Juan García Ponce, Ariel, Buenos Aires, 1985, pp. 117-121.

Herbert Marcuse

Sólo la filosofía de Nietzsche supera la tradición ontológica, pero su demanda contra el Logos como represión y perversión de la voluntad de poder es tan ambigua que a menudo impide la comprensión. En primer lugar, la demanda en sí misma es ambigua. Históricamente, el Logos de la dominación liberó antes que reprimió la voluntad del poder: era la dirección de esta voluntad la que era represiva, estaba dirigida hacia la renunciación productiva que hacía al hombre el esclavo de su trabajo y el enemigo de su propia gratificación. Más aún, la voluntad de poder no es la última palabra de Nietzsche: «La voluntad -esto es, la liberadora y portadora del goce: esto es lo que os enseñé, amigos míos! Pero ahora aprended también esto: la Voluntad misma es todavía una prisionera»[i]. La voluntad es todavía una prisionera porque no tiene poder sobre el tiempo, el pasado no sólo permanece sin liberar, sino que, sin libertad, sigue corrompiendo toda liberación. Hasta que el poder del tiempo sobre la vida sea roto, no puede haber libertad: el hecho de que el tiempo no «regresa» mantiene la herida de la mala conciencia; alimenta la venganza y la necesidad del castigo, que a su vez perpetúa el pasado y la enfermedad mortal. Con el triunfo de la moral cristiana, los instintos dé la vida fueron pervertidos y restringidos: la mala conciencia fue ligada con una «falta contra Dios». «La hostilidad, la rebelión, la insurrección contra el �amo�, el �padre�, el ancestro original y origen del mundo»[ii], fueron implantadas en los instintos humanos. Así, la represión y la privación fueron justificadas y afirmadas, fueron convertidas en las fuerzas todopoderosas y agresivas que determinan la existencia humana. Conforme fue creciendo su utilización social, el progreso llegó a ser, por necesidad, represión progresiva. En este camino, no hay otra alternativa, y ninguna libertad espiritual y trascendental puede compensar las bases represivas de la cultura. Las «heridas del espíritu», si es que se curan, dejan cicatrices. El pasado llega a ser el amo del presente, y la vida un tributo a la muerte

Y ahora nube sobre nube rueda sobre el Espíritu, hasta que al final la locura predica: «Todas las cosas pasan, por lo tanto, todas las cosas merecen pasar. Y ésta es la justicia misma, esta ley del tiempo, que debe devorar a sus hijos: así predicó la locura.»[iii]

Nietzsche expone la gigantesca falacia sobre la que fueron construidas la filosofía y la moral occidental -esto es la transformación de los hechos en esencias, de las condiciones históricas en metafísicas. La debilidad y el desaliento del hombre, la desigualdad del poder y la salud, la justicia y el sufrimiento fueron atribuidos a algún crimen y a una culpa trascendentales, la rebelión llegó a ser el pecado original, la desobediencia contra Dios, y el impulso hacia la gratificación se convirtió en concupiscencia. Más aún, toda esta serie de falacias culminaron con la deificación del tiempo: porque en el mundo empírico todo está pasando, el hombre es en su misma esencia un ser finito, y la muerte está en la misma esencia de la vida. Sólo los altos valores son eternos, y, por tanto, reales: el hombre interior, la fe y el amor que no pide y no desea. El intento de Nietzsche de revelar las raíces históricas de estas transformaciones elucida su doble función: pacificar, compensar y justificar a los que no tienen privilegios en la tierra, y proteger a aquellos que les impiden tenerlos y los obligan a permanecer sin ellos. El logro de este propósito envuelve a los amos y a los esclavos, a los que gobiernan y los gobernados, en la expansión de la represión productiva que ha hecho avanzar a la civilización occidental a niveles de eficacia aún más altos. Sin embargo, la creciente eficacia envuelve la creciente degeneración de los instintos de la vida -la decadencia del hombre.

La crítica de Nietzsche se distingue de toda la psicología social académica por la posición desde la cual es emprendida: Nietzsche habla en nombre de un principio de la realidad fundamentalmente antagónico del de la civilización occidental. La forma tradicional de la razón es rechazada sobre la base de la experiencia del ser como un fin en sí mismo -como goce (Lust) y placer. La lucha contra el tiempo también es sostenida desde esta posición hay que romper la tiranía del llegar a ser sobre el ser si el hombre está para llegar a sí mismo en un mundo que es en verdad suyo. En tanto exista el fluir del tiempo incontenido e inconquistado -pérdida sin sentido, el doloroso «era» que nunca será otra vez- el ser contiene la semilla de la destrucción que convierte el bien en mal y viceversa. El hombre llega a sí mismo sólo cuando la trascendencia ha sido conquistada -cuando la eternidad ha llegado a ser presente en el aquí y ahora. La concepción de Nietzsche concluye con la visión del círculo cerrado -ya no el progreso, sino el .eterno retorno»:

Todas las cosas pasan, todas las cosas vuelven, eternamente gira la rueda del Ser. Todas las cosas mueren, todas las cosas florecen otra vez, eterno es el año del Ser. Todas las cosas se rompen, todas las cosas son unidas de nuevo; eternamente la casa del Ser se construye igual a sí misma. Todas las cosas se van, todas las cosas se dan la bienvenida una a la otra de nuevo; eternamente la rueda del Ser mora en sí misma. En cada Ahora, el Ser empieza; cada Aquí gira la esfera del Ahí en redondo. El centro está en todas partes. El camino de la eternidad está determinado.[iv]

El círculo cerrado ha aparecido antes, en Aristóteles y Hegel, como el símbolo del ser en sí mismo. Pero mientras Aristóteles lo reservó al nous theos, y Hegel lo identificó con la idea absoluta, Nietzsche encierra el eterno retorno de lo finito exactamente como es -en su total concreción y finitud. Ésta es la afirmación total de los instintos de la vida, rechazando todo escape y negación. El eterno retorno es la voluntad y la visión de una actitud erótica hacia el ser para la que la necesidad y la realización coinciden.

¡Escudo de la necesidad!
¡Cúspide estelar del Ser!
intocado por el deseo
y sin la mancha de ningún No,
eterno Sí del Ser:
te afirmo eternamente,
porque te amo, eternidad.
[v]

La eternidad, desde hace mucho el último consuelo de una existencia enajenada, ha sido convertida en un instrumento de la represión mediante su relegación a un mundo trascendental -un premio irreal para el sufrimiento real. Aquí, la eternidad es reclamada para la hermosa tierra -como el eterno retorno de sus hijos, de la lila y la rosa. del sol sobre las montañas y lagos, del amante y la amada, del temor por su vida, del dolor y la felicidad. La muerte es, y sólo es conquistada si a ella sigue el renacimiento real de todo lo que ha sido antes de la muerte aquí en la tierra -no como una mera repetición, sino como una voluntaria y buscada re-creación. Así, el eterno retorno incluye el retorno del sufrimiento, pero el sufrimiento como un medio para alcanzar más gratificación, para el agrandamiento del gozo.[vi] El horror hacia el dolor se deriva del «instinto de la debilidad», por el hecho de que el dolor oprime y llega a ser final y fatal. El sufrimiento puede ser afirmado si «el poder del hombre es suficientemente fuerte»[vii] para hacer del dolor un estímulo para la afirmación -un eslabón en la cadena del goce. La doctrina del eterno retorno obtiene todo su significado de la posición central de que el «goce desea la eternidad» -quiere que él mismo y todas las cosas sean para siempre.

La filosofía de Nietzsche contiene demasiados elementos del terrible pasado: su celebración del dolor y el poder perpetúan rasgos de la moral que él lucha por superar. Sin embargo, la imagen de un nuevo principio de la realidad rompe el contexto represivo y anticipa la liberación de la herencia arcaica. «¡La tierra ha sido demasiado tiempo un manicomio! »[viii] Para Nietzsche, la liberación depende de la reversión del sentido de culpa; la humanidad debe llegar a asociar la mala conciencia no con la afirmación sino con la negación de los instintos de la vida, no con la rebelión contra sus ideales represivos sino con su aceptación.[ix]



[i] Así habló Zaratustra, parte Il («Sobre la redención») en The Portable Nietzsche, traducción de Walter Kaufmann. Nueva York, Viking Press, 1954, p. 251.

[ii] La genealogía de la moral, sección II, 22.

[iii] Así habló Zaratustra, p. 25.

[iv] Ibid., parte III («El convaleciente»), pp. 329-330.

[v] «Ruhm und Ewigkeit», en Werke, Leipzig, Alfred Kröner, 1919, VIII, 436.

[vi] lbid., XIV, 301.

[vii] Ibid., p. 295. 26.

[viii] La genealogía de la moral, sección II, 22.

[ix] Ibid., 24.

Gentileza: http://www.nietzscheana.com.ar/marcuse.htm

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